sábado, 23 de febrero de 2008

Los Recuerdos

El otro día me ocurrieron dos cosas. Por la mañana, navegando por Internet, me enteré que mi nombre (Néstor) quiere decir en griego algo así como “el que recuerda” o “el que es recordado”. La otra cosa que sucedió fue un violento accidente de tránsito del que me salvé raspando de irme al otro mundo. Los dos hechos me dieron mucho que pensar.

Soy , en general, un hombre bastante nostálgico. Aunque no sólo de ahora, que soy grande y que ya pasé los cincuenta años. Era nostálgico a los veinte cuando escuchaba aquel tema de Simon & Garfunkel que decía:

“Tenía 21 años cuando escribí está canción

tengo 22 ahora pero no me importa ya

el tiempo pasa y se va

y las hojas que hoy son verdes

algún día caerán...”

y en tal sentido los recuerdos han sido siempre muy importantes para mí. Acaso por el nombre que me pusieron mis padres, o acaso por el daimon, el genio o el ángel que me acompaña y me protege desde que nací. (Y que seguramente me preservó del choque de automóviles porque todavía tiene planes para mí).

Sin embargo hoy estoy solo.

Desde hace algunos años ya.

Solo como he venido al mundo y como me iré de él cuando mi ángel ya no me proteja de la muerte.

¿Qué será entonces de todos mis recuerdos?

Eso algo que no dejo de preguntarme por las noches, cuando a veces me pongo a pensar en estas cosas que en apariencia no tienen ninguna contestación.

Pensé en algún momento en hacer una especie de testamento y de inventariar mis bienes materiales, y entonces me di cuenta de lo poco que son todos ellos.

Un pequeño departamento, una PC, una cámara digital, algunos electrodomésticos, un placard con ropa y miles de temas musicales, casettes, Cds y MP3 de una discoteca que no termino nunca de inventariar con el programa Excel.

Pero también me di cuenta que tengo mis sueños escritos en varios cuadernos, los cuentos y las novelas que terminé de escribir, las fotos de mi hija cuando era niña y todo el amor que sentía y siento por ella. La loca juventud, mis hermanos, las mujeres que amé, los encuentros, los cumpleaños, las vacaciones y los zapatos que gasté caminando detrás de quien sabe que quimera.

Los recuerdos (¡Otra vez los recuerdos!) en definitiva.

Y eso sí lo puedo inventariar porque no deseo que se los lleven ni el tiempo ni el olvido.

He viajado bastante por el mundo aunque todavía no conocí ni París ni Las Vegas. He amado con locura y también me han amado (acaso no con locura) pero si con ternura y respeto.

He cantado en la ducha, me hice la rata en el colegio, he viajado en barco, en avión y en tren. Aprendí a escribir con una buena prosa, a tocar un poco la guitarra, a conducir automóviles y a andar en bicicleta. Conocí una muchacha en Villa Gesell y conocí una mujer en Buenos Aires. Tuve una barra de amigos y he pasado la noche en vela por uno de ellos.

He sentido celos, rencor y odio.

He faltado al trabajo. He perdido el tiempo con felicidad. He perdido el tiempo con tristeza. Me emborraché varias veces. Me bañé a medianoche en el mar. Hice el amor al aire libre. Hice el amor con una mujer que recién conocía. Hice el amor en una carpa, en un zaguán y en la mesada de una cocina. He aprendido a cocinar.

Me defraudaron y me hirieron muchas veces.

He viajado parado en el escalón del colectivo. He creído en Dios y en un mundo mejor. He estado un día entero sin hacer nada. He perdido las esperanzas. He disfrutado de un buen asado.

Comí en Serafín la mejor pizza de jamón y morrones de la historia un día jueves 18 de junio de 1998.

Escribí la letra de unas doscientas canciones. Fumé marihuana y hachís. Aspiré cocaína. Bebí vino barato y tomé un whisky escocés de 12 años.

He caído por sorpresa en casa de un amigo, he tenido un perro, he salido de fiesta más de una vez. He pensado en suicidarme. He decepcionado a mucha gente aunque he llegado más lejos de lo que nunca imaginé. He sido capaz de superarme, he cumplido una meta. He creído en Los Reyes Magos.

Me pelé las rodillas en las veredas del barrio. Vi jugar a Racing la final de la Copa del Mundo. Hice la dieta de los puntos y la de la luna. Me reí como un loco con Mel Brooks y con Abbott & Costello. Lloré de emoción con Cinema Paradiso. Me volví tanguero y aprendí a bailarlo. Vi un accidente de avión. Vi caer una avioneta en la playa.

He visto a lo lejos el paso del cometa Mc Naught y del cometa Halley.

Le he contado cuentos a mi hija antes de dormir.

Me he brindado por entero desde el comienzo de una relación. He robado un beso. He dormido parado. He visto nevar en Buenos Aires. Hice castillos de arena de la playa. He leído a Borges y a Kerouac. Le compré un disco a Carlos Barocela en la avenida 3 de Villa Gesell. He amado a mi país y a mi ciudad como si fuera un loco. Puse mi automóvil a 204 kilómetros por hora. Crucé el Ecuador. Crucé el Río de la Plata. Me saqué una foto en Key West.

¡Y en definitiva fui muy feliz!

No sólo por las cosas que he enumerado hasta ahora, sino por todas las cosas que no me acuerdo o por aquellas que aún estando en mi recuerdo he dejado de ponerlas por escrito en estas líneas peregrinas que están comenzando a terminarse.

Una ley de acero para los seres humanos es aquella que dice que nadie sabe el tiempo que le queda por vivir. No obstante confío en que mi ángel me proteja por mucho tiempo más y confío en disponer de muchos años de vida por delante para continuar con la obstinada costumbre de amar y de siempre querer.

Como escribí en uno de mis primeros poemas y como aquel muchacho de barrio de Valentín Alsina, que una tarde de lluvia y de neblina, fue tras de una estrella y empezó a correr.

jueves, 10 de enero de 2008

Cesare Pavese

Hace un cierto tiempo me visitó Cesare Pavese.

Era una hora bastante extraña, cerca de las dos de la mañana.

Yo estaba sentado en el patio de mi casa y bebiendo el sorbo de un whisky con hielo cuando escuché el timbre en la punta del pasillo.

El escritor piamontés se anunció con una voz ajada detrás de la puerta y entonces yo le franqueé la entrada. La verdad es que a mí me costaba entender lo que pasaba.

Pavese llegó, como siempre, vestido con uno de sus impermeables grises y con los anteojos puestos y tenía también el pelo algo alborotado.

A mí me sorprendió mucho verlo.

No siempre a uno lo visita Cesare Pavese.

Se sentó junto a mí en uno de los sillones de junco y aceptó enseguida beber conmigo.

-No pensaba. – dijo – que en Buenos Aires hacía tanto frío en invierno. La imaginaba como una ciudad mas benévola. Pero se ve que mi fuerte no es la geografía.

-Este es un país contradictorio hasta en el clima –contesté– . Tal vez debió conocerlo antes, como millones de sus compatriotas lo hicieron. Y no sé si usted sabe, Pavese, que Argentina es como una hija de Italia.

-Linda madre han elegido...- dijo llevándose el vaso a la boca.

Y después empezó a sonreírse por su propia ironía.

Yo lo traté de usted, tal como correspondía, pero llamarlo por el apellido tal vez me pareció un cierto exceso.

-No sé si conoce – me dijo– que siempre he considerado que el ser humano es, de cualquier modo, un exiliado en la tierra. Así que, cuando alguien emigra, simplemente se traslada de un lugar a otro y nada más. Todos somos exiliados, no importa en qué lugar del mundo. Abandonar el entorno físico y cultural supone un desgarramiento, eso es verdad, pero sólo a nivel de las cosas del mundo. Desde un punto de vista existencial somos todos exiliados en la tierra.

Aquella frase me dejó pensativo y estuve un rato sin contestarle.

-Me gusta mucho su libro El Oficio de Vivir –dije– . Hasta he llegado a hacerle algunas relecturas. Pienso que su visión de la vida en general es parecida a la mía. Bastante escéptica, acaso, y condescendiente con el comportamiento de la gente. Ahora existe la Internet –agregué– y circula mucho su poema más famoso. Ese de “...vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Pero yo, sin embargo, sigo prefiriendo su prosa.

El italiano me escuchó con atención y se explayó luego acerca de algunos de sus temas preferidos. Habló de la infancia, de la muerte y del exilio. Hizo muchos comentarios de su niñez en Santo Stéfano Belbo y también habló de la traición de una mujer y del fascismo.

Y yo lo escuché con mucha interés porque en aquel tiempo en que recibí su visita deseaba ser escritor (y si era posible deseaba ser escritor famoso).

Ya casi de madrugada le ofrecí el penúltimo whisky y Pavese aceptó.

–Solamente el agua se deja de beber cuando se acaba la sed. –dijo.

Luego lo tomó de un solo trago y se levantó del sillón con la intención de marcharse.

Después lo acompañé hasta la puerta de entrada con una cierta ternura y le estreché las manos.

–Gracias por venirme a visitar –dije.

–Es una concesión. –contestó– que se nos da de tanto en tanto.

–¿Usted sabe que está muerto? ¿No es cierto Pavese?

–Por supuesto –dijo–. No se olvide que me he suicidado. Aunque ahora, sin embargo, quiero decirle algo antes de irme. Y quiero también que lo tome de una manera estricta: La muerte no es otra cosa que un mito.

Aquello me desconcertó.

–¿Un mito? –pregunté.

–Así es. –contestó.

–"Y un mito e sempre simbólico” –agregó luego casi en italiano.

Después se retiró y se fue caminando despacio por la vereda de la avenida Castañares.

Yo regresé a sentarme en el patio al amparo del rocío y a protegerme del frío.

Todo estaba en orden para mí.

La noche insistía en no morir y algunos pájaros extraños volaban, como siempre, en la dirección del río.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Primavera del 2007

Recuerdo mucho aquella primavera del 2007.

Todos recién regresábamos de un duro y frío invierno que nos había arrinconado en el interior de las viviendas. Veníamos de días inéditos de baja temperatura e incluso había nevado en la ciudad de Buenos Aires.

Aquella primavera del 2007 fue plena de luz y de alegría.

Aquella primavera fue verde y maravillosa como pocas.

No había un jacarandá que no estuviera florecido y la flor del ceibo resplandecía entre el follaje. Los tilos, además, invadían algunos barrios de la ciudad con su aroma memorable.

Algunos decían que mejoraba la economía del país. Y un mar enorme de automóviles surcaban las autopistas, las avenidas y las calles.

Fue la primavera de los clubes chicos. Del primer campeonato de Lanús y del primer subcampeonato de Tigre.

Fue la primavera de Arsenal y de su final en la Copa.

El tiempo de Cristina, la mujer del presidente, que ganaba en primera vuelta la Elección General.

Los extraordinarios Pumas cantaban por entonces abrazados en París el Himno Nacional y luego batían a Francia en la final por el tercer lugar.

Se jugaba el Abierto de Polo y se corría además el Carlos Pellegrini y el Gran Premio Nacional.

En aquellos tiempos Francis Ford Coppola se radicaba en Palermo Viejo y Geraldine Chaplin y Catherine Deneuve andaban por el país en un festival de cine de San Luis.

Cristian Ledesma era campeón de TC

Marcelo Tinelli lideraba por entonces el rating de Bailando y Patinando por un Sueño y en la ciudad (elegido por la gente) mandaba Mauricio Macri, candidato del PRO.

Además, Román Riquelme regresaba a Boca Juniors y continuaban los líos con el Uruguay por la planta de Botnia.

Y Y entre otras cosas mi hija Florencia me anunciaba que en el año próximo se iba a casar.

QuQue quieren que les diga.

Recuerdo mucho aquella primavera del 2007.

Les juro que nunca la voy a olvidar

viernes, 5 de octubre de 2007

El Carniza y Ana Bolena

El Carniza y Ana Bolena

Tengo un amigo que es "carniza". Por si alguno no lo sabe la palabra "carniza" designa en nuestro país a aquellos que ganan dinero en la actividad de la carne. Hablo de la carne vacuna en general y un poco (aunque no mucho) de la carne porcina. Este "muchacho", que ya ronda los 50 y que es un poco menor que yo, se encontró con esta veta ya siendo un tipo grande. Tenía un camión mediano, Ford F 350, y comenzó a abastecer de achuras y menudencias a los restaurantes del centro de la ciudad de Buenos Aires. Luego puso un local en la zona fabril de Mataderos y después de la crisis del 2001 comenzó a crecer sin parar. Hace un año atrás se divorció de su primera mujer y luego se casó con una mina veinte años menor que él y que explotaba (aunque ya no lo hace) una peluquería de damas en el barrio de Liniers.
Juntos solíamos beber vermut en el club Pampero de la calle Larrazábal.
Era ( y es) un tipo sencillo y de poco alcance cultural pero que también suele ser muy acertado para los negocios. Nos llevábamos muy bien y nos gustaba hablar siempre de política, de mujeres y de fútbol.
La cuestión es que es que a mediados del año viajó con su nueva mujer a Europa. Anduvo por España, Francia e Italia. Y en Italia saludó a algunos de sus parientes lejanos de la zona de Reggio Calabria. Antes de regresar estuvo en Londres. Y en Londres, como es natural, anduvo visitando lo que visitan todos los viajeros. El río Támesis, La catedral de Saint Paul, El Parlamento, Picadilly Circus, Notting Hill y finalmente el Puente y la Torre de Londres.
Hasta aquí todo bien, todo normal.
Sin embargo hay algo mas.
Un sábado a la noche, entre Cinzano y Cinzano, me refirió haber visto en su visita a la Torre una especie de figura blanca perdida entre la niebla.
Aquello me dejó perplejo.
-¿Estás seguro? Le dije.
-Claro que sí.– me contestó. La vi dos veces al final de un pasillo bastante largo. Supongo que era un resplandor entre la niebla. Tenía forma de mujer. Con la cintura entallada y una pollera larga. Yo lo atribuyó a la niebla y a la luz que llegaba de unas ventanas que estaban muy altas entre los muros de piedra. Te digo que esa torre es bastante tétrica y oscura.
-Lo que a mi me parece - le contesté- es que vos viste una imagen de Anne Boleyn.
-Ann lo qué? - me interrumpió.
–Una imagen, un espectro o algo así. –insistí–. Creo que viste el fantasma de Ana Bolena.
–¡ Dejate de joder! – me contestó.
Y luego comenzó a matarse de risa.
-Tomá otro Cinzano! –agregó mientras no dejaba de reír.
Yo le hice caso de inmediato y decidí no insistir con el tema.
Cuando salí del club, sin embargo, y mientras caminaba por las nocturnas calles de mi barrio me puse a meditar acerca de la misteriosa trama que subyace debajo de las acciones que llevamos adelante los seres humanos.
Algo ciertamente inexplicable había vinculado a mi amigo el carniza con Ana Bolena.
Algo por demás extenso y misterioso que estaba por completo fuera de mi alcance.
Pensé en la bellísima esposa de Enrique VIII y en su digna actitud ante el escarnio al que la había sometido su infame marido. Tenía, según los historiadores, una gracia única y unos ojos hermosos, disponía de facilidad para tocar instrumentos musicales, para bailar y para mantener una conversación interesante sobre cualquier tema. Sin duda una mujer atractiva. Acaso la mas bella de Londres en aquella época.
Y se dice que en el momento final le dijo al verdugo ““No te daré mucho trabajo, tengo el cuello muy fino”.
En todo aquello pensé transitando las calles de mi barrio.
En fin, quisiera comentarles además, y para dar este asunto por terminado, que mientras regresaba caminando a mi casa tuve la oportunidad de ver algunos carteles publicitarios de un canal cultural de cable. El aviso promocionaba un film de historia en su programación y saturaba las marquesinas y las paredes de mi barrio en aquella noche de luna llena.
Y el título de la película(ya se lo habrán imaginado) era nada mas y nada menos, que Ana Bolena.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Confesiones de un Invierno que Termina

En la década del setenta yo era un muchacho joven y recién casado. Trabajaba en una empresa de esmaltes químicos de capitales norteamericanos ubicada en la zona sur del gran Buenos Aires. Era sumamente capaz y disponía de una enorme capacidad de trabajo.
Dos gerentes se incorporaron a la empresa en ese entonces. A uno lo llamaré José Bruñildo y al otro Héctor Oficino.
Entre los dos se dedicaron (nunca supe porqué) a faltarme el respeto de continuo, a ignorar todo el esfuerzo y la dedicación con que llevaba adelante mis tareas y hacerme la vida imposible de manera cotidiana.
Finalmente me despidieron de la empresa.
Yo estaba, como dije, recién casado y afrontaba el pago de una hipoteca.
Aquella situación me provocó un intenso rencor interior hacia esas dos personas. Tuve una bronca muy fuerte en esos días y hasta deseos de alguna venganza violenta, pero pronto conseguí un nuevo trabajo y eso me permitió ir capeando el temporal por algunos meses. Luego me comenzaron a ir las cosas medianamente bien, conseguimos, junto con mi mujer, pagar aquella hipoteca y esos dos siniestros sujetos fueron pasando lentamente hacia el olvido.
Aunque en mi caso, hablar del olvido es algo complejo.
Carezco de envidias y de odios, y ése es un verdadero regalo que me ha hecho Dios. Pero también debo confesar que soy muy memorioso. Por eso digo que en mi caso hablar de olvido es algo complejo. Durante muchísimos años guardé aquellas actitudes en un pequeño rinconcito de la memoria.
Y entonces los años (y las décadas) comenzaron a pasar.
Unos diez años atrás decidí convertirme en escritor. Y entre las tantas cosas que escribí hasta el día de hoy, hubo un cuento donde el protagonista decide ir a vengarse de un hombre que le causó mucho dolor bastante tiempo atrás. Lo hice inspirado en Héctor Oficino. El hombre va a matarlo después de tantos años pero cuando lo encuentra, su víctima le dice que no lo recuerda, que esta sorprendido de verlo y que pronto va a morir de cáncer. Entonces el protagonista se pregunta frente a él, y con la pistola en la mano, si en realidad era una venganza matar a un moribundo.
(Y el final no se los digo porque espero que algún día puedan leer el cuento).
Los años siguieron pasando y hace poco una persona de la Alta Astrología, leyendo mi carta natal, me vaticinó que en los próximas semanas iba a estar sujeto a intensas energías que obligarían a revisar algunos hechos traumáticos de mi lejano pasado.
Y tal como sucede con la Alta Astrología, aquello predicho sucedió.
Volví a pensar en algunos episodios lejanos de mi infancia y volví a pensar también en José Bruñildo y en Héctor Oficino.
Entonces, y de acuerdo a estos tiempos, puse el nombre de “Héctor Oficino” en el buscador Google. Y me encontré con una verdadera sorpresa. Héctor Oficino era CEO (ejecutivo en Jefe) de la empresa de esmaltes químicos en los Estados Unidos, cargo que jamás pudo ocupar otro argentino en aquel país.
Es decir, que aquel infame que dejó en la calle y sin causa a un joven muchacho de los años setenta, había en definitiva llevado a cabo la mas fantástica carrera dentro de una empresa que cualquier otro argentino podría ambicionar. Y no sólo eso. También aparecía algunos reportajes dentro de la Internet aconsejando algún tipo de método para conseguir logros tan importantes como el suyo. Incluso afirmaba haber cursado su carrera secundaria en el colegio Carlos Pellegrini.
Aquello me dejó pasmado.
Héctor Oficino había estudiado en la misma escuela que yo.
Entonces hice una sencilla cuenta y pude comprobar que por entonces yo estaba en primer año y el en sexto.
Es decir, nos habíamos cruzado en la escuela secundaria, en una empresa extranjera y ahora en la Internet.
Y una última cosa más: Héctor Oficino había muerto.
Un comunicado de la empresa donde había trabajado por tantos años afirmaba en la red que el tipo había muerto de muerte natural a los 63 años. Y solicitaban un pensamiento y una plegaria a su memoria.
Por un momento todo resultó demasiado para mí.
El tipo al que tanto detesté, y del que no había sabido nada durante tantos años, no sólo había desarrollado la mas increíble carrera que un argentino haya desarrollado hasta entonces en el exterior sino que además estaba muerto.
Todo era demasiado impensado e imposible de evaluar.
Hay un conocido refrán, por otra parte, que dice que el que se muere pierde.
Aunque yo comparé luego su extraordinaria trayectoria con mis modestos logros y no estuve seguro de la validez del refrán.
Debo decir, sin embargo, que hay algo que no se puede negar:
Yo estoy ahora en mi casa escribiendo estas líneas y escuchando a Vivaldi y Héctor Oficino está debajo de la tierra y se lo comen los gusanos.
Finalmente quiero agregar que a José Bruñildo también lo tengo localizado.
Hoy es un viejo deleznable de mas de setenta años que manda e-mails al diario La Nación defendiendo a Videla y a los asesinos sanguinarios del Proceso.
Pero de todos modos no se preocupen.
No tengo intenciones de ir a matarlo.

sábado, 15 de septiembre de 2007

La Muerte y el Carnaval

Allá por el año 1966 (o acaso en el 67) el Racing Club de Avellaneda organizó unos bailes de Carnaval realmente espectaculares. Yo era un muchacho adolescente que despertaba a la vida en ese entonces y que miraba con ojos nuevos y asombrados las cosas de este mundo.
Los organizadores trajeron del exterior a algunos artistas de gran popularidad internacional. Recuerdo haber visto extasiado a la gran cantante italiana Mina brillando en el centro del escenario. Recuerdo también a Nicola de Bari, a Bárbara y Dick y a José Feliciano.
En aquellos tiempos el gran ámbito del Carnaval eran los clubes de la Ciudad de Buenos Aires. Ya fuera el club grande y de gran predicamento o simplemente el pequeño club de barrio cuyo alcance llegaba a tres o cuatro cuadras de la sede social.
En aquellos carnavales de Racing, lo confieso, tuve un encuentro azaroso con la muerte.
Estaba apoyada en una especie de baranda lateral que separaba los puestos dónde se vendían carne asada y sándwiches de chorizo del núcleo central del baile y del escenario. Hace mucho tiempo que sucedió todo esto y me da un poco de vergüenza decirlo pero todavía no existía entre nosotros la palabra "choripán".
La muerte estaba disfrazada (creo que esto es obvio ) con una especie de malla enteriza negra pegada al cuerpo y en su exterior dibujada en blanco un esqueleto humano.
En el fondo era un disfrazado más.
Yo me puse a charlar con ella ( y está claro que la muerte es femenina) sin tomar demasiado en consideración los imponderables a los que me arriesgaba en esa charla.
La muerte me dijo entonces
"...Como comprenderás, muchacho, yo realizo mi trabajo mes a mes, día a día, año a año, minuto a minuto y segundo a segundo. El tiempo no es un obstáculo para mí. Tengo una cita con alguien y la cumplo rigurosamente. Recuerdo que Miguel Hernández hablaba de un hachazo invisible y homicida respecto de la muerte de un gran amigo suyo pero puedo asegurarte que esto no es así. El era un gran poeta y no tenía inconvenientes en elaborar una gran metáfora. Yo simplemente me acerco a la gente con la que tengo una cita y entonces la saludo y ella lo entiende todo. Así de sencillo. Así de simple resultan las cosas..."
A mí me alteró mucho aquella imperturbabilidad.
Era joven y lleno de energía y no aceptaba nada que fuera imperturbable.
La muerte entonces me contó aquella leyenda de origen persa contada por Farid Al Din Atar en la que un siervo muy angustiado le pide a su amo un caballo veloz para huir a Samarkanda. Era la conocida historia de quien huye de la posibilidad de la extinción pero que al final termina por no poder evitarla.
Y eso - debo admitirlo– tampoco me convenció demasiado.
Entonces la muerte me miró con un poco de inesperada ternura.
Algo que fue muy sorpresivo para mí.
–Nos veremos mas adelante –dijo–. A veces el cansancio me doblega y se me da por ponerme a charlar.
Luego recompuso su postura y se arregló el disfraz.
Al final la vi desviarse en dirección al sur, como si estuviera agobiada, y terminó por perderse entre las alegres mascaritas que llegaban a bailar.
Todavía no he vuelto a verla.
Los años han pasado y junto a ellos han pasado miles de cosas pero cuando vuelva a encontrarla ( de eso estén seguros) voy a preguntarle algunas cosas que se me pasaron por alto aquella vez.
En general voy a preguntarle que será de mí y de mi ventura. Y en especial voy a preguntarle del destino de todos aquellos seres que tanto amé y que ya no están.
Aunque eso, como todos suponen, le será muy difícil de contestar.

Galtieri y Gardel

El día que el gobierno de Galtieri decidió invadir las Islas Malvinas yo estaba caminando por Primera Junta. El tipo habló con énfasis patriótico por radio y televisión y la gente saltó a las calles embargada por la euforia. A mí, por el contrario, lo único que me dio fue depresión. Entré enseguida a un bar muy sórdido que estaba ubicado en la misma vereda del Mercado del Progreso. Un vereda que siempre suelo confundir con Rivadavia o con la calle Rosario.
Allí pedí una ginebra en el mostrador.
Luego de un tiempo se colocó a mi lado un hombre bastante viejo que pidió lo mismo que yo.
Al rato comenzamos a charlar.
Estaba con la piel arrugada y con todo el pelo canoso y peinado hacia atrás. Vestía con un viejo sobretodo gris y mordía entre los dientes los restos de un toscano apagado.
Entonces me contó una historia que siempre suelo recordar.
–Nací con el siglo - dijo - en el 1900. En el mismo día en que murió Giuseppe Verdi se me dio por nacer a mí. Siempre fui un muchacho muy sociable. Me agradaba concurrir desde afuera a las fiestas de los ricos. Me gustaba merodear los lugares que frecuentaban los artistas. Por eso en el año 15 y siendo un jovencito estuve en la vereda del Palais de Glase esperando ver a Canaro o a Azucena Maizani aunque usted ni se imagina lo que luego pasó...
–Por supuesto que no me lo imagino –contesté–. Cuente que me interesa.
–Muchas veces vi llegar allí a Carlos Gardel. Llegaba casi oculto en el extremo detrás de la cabina de un carruaje. Aunque el jamás bajaba. Al contrario, se tiraba siempre hacia atrás para ser amparado por las sombras. La que bajaba era una joven rubia, de ascendencia italiana, llamada Giovanna Ritana. Recuerdo siempre su pelo brillante y luminoso y sus alhajas. Era hermosa de verdad.
–Mire que bien –dije–. Así que usted conoció a Gardel...
(Y lo dije mientras miraba la imagen de Galtieri en el televisor del bar).
–Si señor –replicó–. Aunque aquella noche, sin embargo, hubiera preferido no haber estado. Había dos hombres ocultos detrás de algunos álamos de la calle Ayacucho que dispararon a mansalva contra el carruaje y luego salieron huyendo amparados en la sombra del lugar. Giovanna salió corriendo hacia la puerta del local y algunas personas se acercaron al coche. Entonces vi que bajaban a Gardel sosteniéndolo de manera precaria por debajo de los brazos. Yo me acerqué guiado por el asombro y pude distinguir nítidamente una gran mancha de sangre en el finísimo saco gris del zorzal criollo. La gente que lo ayudó lo fue acostando de a poco en el suelo y algunos minutos mas tarde llegó un carro ambulancia tirado por dos percherones. Yo me subí luego a un soporte que se hallaba al costado del pescante y lo fui acompañando en aquel viaje que al final terminó en el hospital Ramos Mejía. Estuve allí hasta la madrugada, justo cuando una enfermera me indicó que Carlitos estaba fuera de peligro. Entonces me quedé tranquilo y me fui. .
–Así que usted fue testigo –dije– de un episodio que hoy es legendario.
(Y en esos momentos Galtieri terminaba de hablar)
–Tal vez –replicó–. Aunque hasta el día de hoy nadie me cree demasiado. Quiero decirle, no obstante, que luego los años pasaron y que aquella rubia joven italiana terminó al final regenteando el cabaret Chantecler, casada con Juan Garesio, un tratante de blancas que habría sido quien ordenó el ataque contra Gardel. Hasta el mismo Cadícamo la cita en la letra de su tango "Adiós Chantecler" cuando dice

"...se acercaba siempre Madama Ritana
cubierta de alhajas, bebiendo champagne..."

–¿Y con Gardel que pasó? –pregunté.
–Enseguida se recuperó –dijo– y vivió hasta el resto de sus días con la bala alojada en su pulmón.
Dicho lo cual terminó su ginebra y se alejó del bar.
Yo me quedé solo en la barra (casi desamparado) luego que Galtieri terminara de hablar. Y al final también me fui caminando por aquellas oscuras calles de Primera Junta sin siquiera dirigirle la mirada a nadie.

El Reservito

El Reservito
Voy a contarles una historia que transcurrió hace poco tiempo atrás.
Y desde ya les digo que la tomen con pinzas porque es una historia muy especial.
Yo había terminado de vender una Parada de Diarios que junto a otros dos socios tenía en la puerta del Hospital Garraham. Y como suele suceder en nuestro querido país de repente me quedé sin trabajo y sin nada que hacer. Busqué, naturalmente, una actividad que ocupara mis horas y me hiciera ganar dinero, pero como todos comprenderán, eso era (y es) algo muy difícil de lograr.
Finalmente conseguí trabajo en un laboratorio de la avenida Ingeniero Huergo.
Guardé el dinero de la venta de la Parada de Diarios en el banco y comencé a trabajar de chofer para el laboratorio.
Aunque enseguida noté que en ese lugar estaba sucediendo algo muy raro y muy especial. La seguridad, por ejemplo, era tan exigente y tan estricta que parecía surgida de una película norteamericana e incluso llegaron a colocar un sistema especial a la entrada que leía las huellas digitales del pulgar de quien ingresaba al lugar.
Yo solía traer desde la zona de Cañuelas una camioneta llena de ratas que un chino me entregaba en las afueras del pueblo. Aquello, en realidad, no me asombró demasiado, ya que los laboratorios suelen trabajar con ratas. (Aunque estas eran un poco mas grandes que las que suelen verse en esos lugares.)
Lo que sí me asombraba es que a veces llevaba a esos animales de vuelta a Cañuelas en otras jaulas.
Al poco tiempo, sin embargo, sucedieron dos cosas.
La primera fue que comencé a traer ratas que emitían extraños gemidos. Algo bastante indescifrable pero bastante parecido al ladrido extraño de algún perro y que a mí me desorientaba y que me ponía muy nervioso a lo largo del viaje. La segunda fue que el chino de Cañuelas se mató colgándose de una acacia de la propiedad dónde yo iba a buscar las ratas.
Como comprenderán, ninguna de esas cosas me gustó demasiado.
En el pueblo se comentaba que el tipo había sido reemplazado enseguida por otros orientales pero la verdad es que yo nunca vi a ninguno cerca. Un hombre parco y con pinta de paisano solía entregarme las cajas con las ratas luego que el chino tomara la decisión de suicidarse.
Una tarde, sin embargo, y después de volver de la Provincia noté que en el laboratorio de Ingeniero Huergo se suscitaban fuertes discusiones. En especial, entre la gente de la zona mas aislada. Y hasta llegué a escuchar violentos portazos en lugares alejados de la entrada.
Esa noche volví a mi casa pensando en no seguir trabajando en aquella empresa pero al otro día, acaso por la inercia de la rutina, me levanté, me afeité y regresé al laboratorio.
En la puerta, sin embargo, había una faja judicial que clausuraba la entrada.
Aquello me disgustó mucho. En especial porque consideré que me había quedado sin trabajo. Entonces fui a tomar un café en el bar de la esquina de Ingeniero Huergo y Carlos Calvo. Un lugar bastante sórdido y oscuro que estaba renaciendo debido a la cercanía del flamante barrio de Puerto Madero. Allí me encontré con uno de los hombres de la "vigilancia". El tipo estaba tomando café, igual que yo, pero acompañado por una ginebra doble. Y, la verdad, no me pude resistir a preguntarle acerca de lo que había pasado en la empresa..
Su respuesta, lo confieso, me dejó pasmado.
–Mire –me contestó–. En este lugar han estado haciendo un experimento por encargo del gobierno de China continental. No sé bien porqué lo han hecho aquí. Creo que es por razones culturales o religiosas, no estoy muy seguro. Al comienzo todo era muy secreto para al final nos hemos ido enterando de todo lo que pasaba. Yo hace casi dos años que estoy acá. Se ha intentado (supongo que con éxito) cruzar las ratas con los perros. El intento era lograr un nuevo animal de alrededor de 20 kilos, que fuera sencillo de faenar y con casi el 95% de su cuerpo repleto de proteínas. Si lo conseguían – y creo que lo han hecho– entonces se harían millonarios y podrían controlar el hambre del mundo y especialmente el de la alimentación de China. Incluso hasta la soja de Occidente ya no les sería necesaria.
–¿Y entonces que paso? –pregunté de una manera algo ingenua.
–Tres de los engendros se escaparon. Dos hembras y un macho. Cruzaron a toda velocidad Ingeniero Huergo y se internaron en la Reserva Ecológica. Nadie sabe hasta ahora lo que ha sido de ellos. Y entonces los argentinos que dirigían el experimento se pusieron como locos. Casi todos desaparecieron. Y la verdad es que no puedo decirle en que terminaron las cosas. Al final llegó la intervención de la justicia y colocó las fajas de clausura en la puerta. Eso es todo.
Yo me alejé del lugar luego de aquella charla. Estaba bastante ofuscado porque había perdido mas de quince días del último mes de trabajo y estaba claro que ya nunca lo iba a cobrar.
Por último quiero decirles algo más.
Se dice que algunos de esos extraños engendros que escaparon a la Reserva Ecológica han atacado a muchos de sus visitantes. Incluso se habla de la muerte de algunos niños que han sido devorados hasta su literal desaparición. Casi todos ellos son hijos de gente indigente que suele permanecer junto al Río de la Plata, en la parte de afuera de la Reserva Ecológica y cuya muerte no suele ser noticia de la prensa estatal. Yo sé que algunos desconfiaran de todo esto que les digo pero es algo que yo viví y que no me contó nadie. Y soy, en todo caso, un testigo de la narración oficial de los hechos que han pasado.
Además quiero comentarles que alguna gente me ha confiado que los últimos incendios junto al Río han sido un intento vano y desesperado de destruir a esos animales ya que se supone que podrían estar reproduciéndose entre la maleza del lugar.
Yo no sé que decirles, se los juro, pero cuando a veces suelo internarme en el fin de semana por los senderos escondidos y solitarios de la Reserva Ecológica me la paso mirando detrás de los yuyos y de las plantas del lugar.
No sea cosa que aparezca uno de estos engendros y se le dé por atacarme.

jueves, 13 de septiembre de 2007

El Bushido

Los soldados del antiguo Imperio del Sol dejaron un legado inmortal: El Bushido. un estilo de vida y de conducta basado en el honor, el sacrificio, la cortesía y el valor.
Quiero decir al respecto que los occidentales solemos idealizar de manera romántica algunas conductas y códigos que llegan de Oriente. El Bushido (o Código de los Samurais) fue también utilizado en las artes marciales y en la guerra con aplicada ferocidad. De allí surge, por ejemplo, el hara kiri, ritual suicida de increíble violencia y surgen también los kamikazes, guerreros demenciales que afrontaban una muerte innecesaria frente a una guerra que ya estaba perdida.
Sin embargo, también quiero agregar algo más:
En mi caso particular (al igual que sucedía con Jorge Luis Borges) siento un rechazo innato y visceral respecto de la Psicología (y mucho mas del llamado psicologismo). Cuestiones tales como “el tamaño del pene del hermano del medio”, o “de la necesidad de ser querido como uno desea que lo quieran”. O de cualquier sentimiento contradictorio que se experimenta en la conciencia, tal como querer y odiar al mismo tiempo a una persona siempre me parecieron de tercer o de cuarto orden frente al enorme drama de la muerte, de la angustia y de la finitud personal de los seres humanos. Vamos a morir, tal cual meditaba Omar Khayam bajo la luz de la luna, y mientras tanto nos ponemos a pensar que por un abuso sufrido en la infancia lo que en realidad deseamos tener es sexo con nuestra prima hermana.
Nunca me banqué semejantes cosas.
Y ahora acabo de encontrar en los siete principios del Bushido (aplicados a la vida civil), una especie de tabla donde aferrarme intelectualmente.
Los Siete Principios del Bushido son estos:
1.- Honradez y Justicia
2.- Heroísmo
3.-Compasión
4.-Cortesía
5.-Honor
6.-Sinceridad
7.-Lealtad.
¡Qué diferente sería la vida actual si nos decidiéramos a emplearlos! ¿No es cierto?
Y termino citando a Borges:
“La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconciencia, o lo que aún es menos hermoso, de lo subconciente; los griegos invocaban la musa y los hebreos al Espíritu Santo. El sentido es el mismo.”

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Soylent Green

En los años setenta se estrenó una película en uno de los cines cercanos a la calle Corrientes (creo que era el Metro) que en Argentina se tituló así:
“Cuando el Futuro nos Alcance”.
En inglés se titulaba “Soylent Green”.
“Soylent Green” era el nombre del único alimento que el estado podía ofrecer a la población.
Una especie de compuesto (tipo galletita) de color verde que se realizaba con la carne de los seres humanos viejos y mayores que deseaban terminar su vida y estaban dispuestos a morir.
A cambio, y en el momento de la muerte, al anciano que se animaba a tomar aquella determinación, se le permitía contemplar, en una enorme pantalla cinematográfica, al mundo tal como había sido en su momento, y tal como ya había dejado de ser.
Recuerdo todavía aquellas maravillosas imágenes que se les brindaban a los viejos antes de morir y sigo considerando que el planeta en el que vivimos es todavía (y también) maravilloso.
Permítanme esta pequeña incursión nostálgica con el recuerdo de una película que en aquel entonces , cuando yo era yo muy joven- me impactó de una manera notable.
El protagonista, Charlton Heston, que acompaña y presencia la muerte de su amigo anciano, disfruta en ese momento viendo las imágenes un mundo perdido, que le era desconocido y que tan solo los más viejos recordaban.
Quiero decirles ahora que esa escena es una de las mas emotivas que recuerdo en la historia del cine.
A mí me impactaron muchos las situaciones donde la gente – para poder disponer de un poco de energía – iba pedaleando en una bicicleta fija todo el día. Y también el humo de las industria y la polución oscureciendo en la niebla el paisaje de una ciudad alucinada.
La película, naturalmente, se ha convertido en una obra de culto para mucha gente. Pero a mí me cuesta mucho hallarla en los programas para bajar archivos P2P.
Aunque si ustedes la encuentran, por supuesto, no duden en bajarla.
Por último quiero decirles algunas cosas más.
En especial que desconfío profundamente de Greenpeace. ( A esta altura del partido yo no estoy para dejarme llevar de las narices por nadie )Y también de muchos de los ecologistas que pululan por todas partes. Pero que resulta mas que evidente que, si no hacemos algo pronto, el planeta va camino a la extinción.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Los Días de mi Vida

Ayer saqué un dato de la Internet.
El programa en línea de un sitio de misterio me informó que hasta la fecha yo había estado viviendo 19.978 días. La cifra en cierto modo me asustó pero en mas de un sentido también me brindó una mezcla extraña de angustia y orgullo.
Era un lunes a la noche y llovía.
Entonces hice una cuenta sencilla que me dio por resultado que ese día era el lunes 2.854 de mi vida.
2.854 lunes respirando y a la espera de quien sabe que ventura y de quien sabe que incierta maravilla.
2.854 lunes como éste, acaso algunos también lluviosos, pero con bastante mas felicidad que pena.
Hoy confieso que he viajado bastante por el mundo y que he visto muchas cosas en a lo largo de mis días. Pienso en ese sentido que, tal vez, lo único que en el fondo tuve ganas de hacer, era volver al sur de la ciudad y a la patria de mi infancia.
A la simple fiesta de las cosas mas sencillas (como le gustaba decir a Eladia Blázquez).
Y a la paz en la gramilla. De cara al sol.
Eso tan sólo les puedo decir en esta noche callada de lunes de invierno, donde el viento arrasa las copas de los árboles y hace mucho frío.
Y hasta donde me alcance la memoria, también quisiera poder volver a ver las películas de Abbott y Costello en el Cine Nuevo, con el Cali sentado al lado mío.

lunes, 20 de agosto de 2007

El Idioma Argentino

El habla actual de la gente refiere mucho a la fugacidad, a lo instantáneo. Pero lo hace en tanto y en cuanto al modo actual de vivir y no a la significación de las palabras. Por detrás del “nada” como una nueva muletilla en el diálogo cotidiano existe otra gran propuesta del idioma argentino que es la búsqueda obstinada de la simplificación (allí, naturalmente dónde pueda haberla). Creo que quienes vivimos estos tiempos agitados del giro del siglo y que amamos las palabras somos los encargados de velar que dicha simplificación no convierta en ramplón y rústico al lenguaje.
Esa no es la propuesta.
Subyace detrás de la intención de la sociedad argentina un propósito de hacer del habla cotidiana un idioma mas simple y musical que el castellano. He discutido esto con algunos españoles. Ellos hablan (sin contar el lunfardo) de alrededor de 3.000 términos (o argentinismos) en los que nuestro país se diferencia de manera tajante de España. Dicen además que la cifra no es significativa frente a los 90.000 vocablos que acredita el diccionario de la Academia Española. Lo que no dicen es que, de esos 90.000, los españoles utilizan, como mucho, de manera diaria, alrededor de 10.000. Por lo tanto, nuestro idioma argentino, tiene en estos momentos alrededor de un 30% de diferenciación con respecto al castellano. Sin contar, reitero, ni el uso del “vos”, ni el extenso lunfardo y ni los ingeniosos e interminables giros idiomáticos. Yo creo, en síntesis, que nuestro idioma actual es mitad argentino y mitad castellano. Y tal vez en el próximo siglo, al idioma argentino, pueda ya considerarse como tal, o cuando menos, un dialecto.
Pongo un simple ejemplo que me viene a la mente en este preciso instante.
Frente a determinada situación un español dirá: “ Bueno, hombre, tampoco llevemos las cosas a un extremo que resulte inaceptable”. En cambio un argentino dirá: “Bueno, che, tampoco la pavada”.
Y así sucesivamente con miles de frases y de giros idiomáticos.
Otro ejemplo: Los argentinos detestamos las palabras de cuatro sílabas. Nos parecen extensas y demasiado rimbombantes (ésta también tiene cuatro sílabas). Y no retrocedemos ni ante los nombres propios. He aquí algunos ejemplos: en lugar de Tarantino (4 sílabas) usamos Taranta (3), en lugar de Marangoni ( 4 sílabas) usamos Maranga.(3). Tampoco retrocedemos ante los gentilicios. En lugar de boliviano (4 sílabas) usamos bolita(3). En lugar de brasileño (4 sílabas) usamos brasuca(3). En lugar de paraguayo(4 sílabas) usamos paragua (3). Y si me pongo a buscar, puedo hacer un diccionario.
Por eso digo que detrás del “nada” del habla coloquial subyace la tensión de una sociedad que anda a la búsqueda de un nuevo lenguaje. Mucho mas sencillo y musical que el antiguo castellano.
Tal vez si algún filólogo o algún lingüista español lee estas líneas que están comenzando a terminarse se dedique de manera furiosa a refutarlas.
No le hagan caso.
No es otra cosa que un Corta Mambo.

Haikus

Los japoneses a veces escriben en el testamento ( igual que cualquier otra cultura) el reparto de sus bienes materiales entre sus familiares y allegados. En ocasiones se incluye alguna instrucción de tipo moral o espiritual, tal como “termina tus estudios”, “abandona los vicios” o “cuidate mucho”. Aquellos que tienen la habilidad suficiente, además, consignan un poema a la muerte. Lo ideal, dentro de los cánones del género, es componerlo en el momento mismo de morir, sin tenerlo preparado de antemano, como si se tratase del bello canto de un cisne. Aunque a veces, como es natural, esto resulta muy difícil de hacer
En Occidente se suele utilizar el epitafio. Pero no es lo mismo.
Los japoneses, componen un Haiku, un poema cuyas normas de composición son muy estrictas, y en el que, abreviando, se consigna una imagen, de carácter estacional, en sólo tres versos.
Jorge Luis Borges amaba esta forma de expresión. Y al igual que a las kenningar de Noruega e Islandia las suele citar a menudo en sus ensayos. Las kenningar son figuras retóricas usadas en las producciones literarias del norte de Europa. Se le puede llamar, por ejemplo a la batalla, como “el fragor de las espadas” y al color negro “la casa de la noche”.
En el Haiku, en cambio, la tónica predominante (que viene del budismo) es que la vida es una ilusión, por lo demás bastante breve.
Se habla de la flor de la Ipomea, que en América se llama “semillas de la virgen”, (o simplemente campanilla) y. que nace por la mañana y al atardecer ya se está marchitando. Se habla de la nieve de la montaña, del color de las hojas en otoño y del tono claro del tronco del cerezo. Se habla del deshielo de los ríos y también del agua que corre hacia el mar.
Todo en el Haiku tiende a revelar lo efímero.
El siguiente que ahora escribo lo encontré en la Wikipedia de Internet.

Cuando muera, enterradme
en una taberna,
bajo un tonel de vino.
Con suerte, goteará.

Espero que les haya gustado.
Un cariño a todos
NES

viernes, 6 de julio de 2007

Néstor Ravazza y Yo

Entonces comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
Joaquín Sabina. Peces de Ciudad.

Hace un par de semanas atrás volví al mismo lugar del barrio de Belgrano donde una vez fui feliz. Recorrí cada vereda y cada calle e intenté (pero no pude) volver a entrar al pequeño bar de la mitad de cuadra donde solía beber con un par de amigos algunos años atrás. El bar ya no estaba más en la mitad de la cuadra, ahora tan solo había una enorme torre de propiedad horizontal.
Todo sucedió como en la vieja letra de un tango y la situación me llenó de desconsuelo. Debí respetar, pensé, la advertencia que Sabina me hacía desde la letra de su canción.
Aunque no fui yo quien tomó la decisión de ir allí.
El verdadero culpable es Néstor Ravazza, el es quien tomó la determinación por mi. Y yo, como siempre, no dejo de hacerle caso. Hay veces (y son muchas) en que quiero dejarlo todo y largarme a algún lugar lejano pero el no me lo permite.
Está obsesionado con Buenos Aires.
Lo escucho hablar y a veces se jacta de frecuentarla mas que nadie o al menos, dice, de recorrerla mas que nadie. Siempre hace alarde de conocer casi hasta el límite de la perfección a la ciudad y su frontera urbana. Y suele vanagloriarse de continuo ante mis amigos acerca de la altísima probabilidad de que no hubiera una calle o una avenida por la que no haya dejado alguna vez de circular. Incluso una vez hasta se tentó de marcar en un mapa cada uno de los lugares por donde en su momento había transitado para darse el gusto de verlo cubierto en su totalidad.
En cambio yo no soy así. A mi me gusta el retiro de algún lugar cercano a la naturaleza. Una casa con algo de fondo, donde pueda escribir tranquilo durante el día y encender algo de fuego por la tarde.
Lo cierto es que ya me tiene cansado de verdad.
En especial por sus ínfulas de escritor y por su tendencia, cada tanto, a manifestar un orgullo extraño y pendenciero. Es un tipo que me aísla de la gente y que a veces bebe demasiado. Por eso he decidido de ahora en adelante seguir al pie de la letra la advertencia de Sabina y no volver jamás a pisar esa zona del barrio de Belgrano.
Aunque el hecho de escribir este pequeño relato – lo juro- es la última de las concesiones que le hago.

jueves, 5 de julio de 2007

Tribulaciones de una Mujer Moderna

Hola a todos. Me llamo Marisa y tengo 42 años. Me casé en 1986, cuando todavía no había cumplido los 20, con un hombre veinte años mayor que yo. Un buen tipo y buen marido que me dio tres hijos que hoy son adolescentes. Mis padres se oponían a nuestra relación pero como yo soy muy rebelde no les hice caso. Para que se den una idea de lo jovencita que era cuando lo conocí basta con decir que por entonces lideraba un grupo de fans y admiradoras del conjunto Menudo. Mi marido en aquel tiempo era casado, pero aprovechamos la ley de divorcio de Alfonsín y enseguida pusimos nuestros papeles en regla. Me pareció re-moderno hacerlo así. Me pareció fantástico casarme con uno de los primeros divorciados.
Siempre fui y quise ser moderna.
Siempre me aterrorizó la idea de que me consideren una anticuada.
Hoy a la mañana, por ejemplo, luego de ducharme me pesé en la balanza del piso y comprobé que había subido 835 gramos. Y la verdad es que no soporto subir de peso. Siempre luché contra esa tendencia que tiene mi organismo. Me hice atender por Walter Murua, por el doctor Cormillot y por la gente de Gordos Anónimos. También fui a un acupunturista chino que puso consultorio cerca de donde yo vivo. Y además, luego del último embarazo, me hice lipoescultura y lipoaspiración conjunta pero tuve una complicación febril por un problema en una de las cánulas. Mi marido (que es médico) me lo había desaconsejado pero yo lo hice igual. Hoy por hoy, y si sigo subiendo de peso, tengo en mis planes hacerme atender por el doctor Ravena que es el nuevo gurú de quienes desean estar delgados.
Toda la vida quise ser moderna.
Aunque esa idea a veces me trajo muchos problemas.
En el plano espiritual, por ejemplo, siempre rechacé esa antigüedad de la Iglesia Católica y esos edificios tétricos y lúgubres donde se llevan a cabo los rituales. Soy una mujer fresca e innovadora. Primero probé suerte con los evangelistas prebisterianos. A mi me encantaba esa sobriedad de la misa, tan sajona y tan británica. Aunque al final me cansé del sonido monocorde del órgano del primer piso y dejé de concurrir a las reuniones. Después probé suerte con un grupo de meditación de la Nueva Era y al final adscribí a una agrupación de Ufólogos con sede central en Francia que era lo último en actividades espirituales que se podía encontrar en Buenos Aires. El año pasado, en invierno, dormí una semana a la intemperie en el Uritorco, aunque no pude llegar a ver ningún OVNI. Sufrí un principio de congelación en la punta de los dedos de los pies pero regresé feliz de una experiencia tan moderna.
Mi marido, que es amoroso, se encargó de los chicos, que por otra parte ya son bastante grandes y se arreglan solos.
A los tres los crié y los eduqué bien re-modernos.
El mayor tiene diecisiete años de edad. De chico era rubio natural aunque luego el pelo se le fue oscureciendo. Hace un par de años que yo misma lo empecé a teñir. Creo que le queda mejor el pelo rubio. El mes pasado empezó a concurrir al negocio de tatoos de la Galería Santa Fe. Ya se tatuó las piernas y uno de los brazos. Pronto se tatuará el antebrazo y también ( aunque a mi no me lo dice) piensa hacerse un pequeño tatuaje en el pene. Mi marido me dice que esa es una zona especialmente dolorosa para un hombre pero yo igual pienso dejar que se lo haga.
El del medio tiene dieciséis años y ayer me vino con la sorpresa de un piercing en la lengua. Quedó con un cierto dolor en el maxilar y la voz algo gangosa pero yo voy a pedirle a mi marido que le recete un antibiótico para prevenir alguna infección en la boca. Es fantástico llevar un piercing en la lengua.
Y la menor, la de quince años, es casi igual que yo. Rebelde a mas no poder, hasta se negó a tener el famoso cumpleaños de su edad. A veces me preocupa un poco, es cierto, en especial cuando le encuentro preservativos en la cartera pero ella me jura que hasta ahora tan solo ha hecho el amor en sueños con el rubio de High School Musical.
Yo, de momento, voy a dejar de escribir de estas líneas por que hoy tengo muchas cosas que hacer. Me llamaron para colaborar ad-honorem en la campaña del Partido Humanista y vamos a cortar el túnel de la avenida del Libertador para repartir volantes y divulgar nuestras ideas. Es el piquete mas audaz que se haya intentado hasta ahora. Voy a estar muchas horas parada y después me duelen la espalda y las piernas.
En fin, como verán, no es nada fácil la vida de una mujer moderna.

domingo, 1 de julio de 2007

Verano del 2007

Muchas veces suelo recordar aquel verano del 2007.
Buenos Aires estaba tibia y acogedora, rodeaba de una paz muy especial. La muchedumbre en general andaba por la vida y por las calles con una cierta conformidad indefinida y placentera. Era como si muchos hubieran pensado que junto con Diciembre y con el año que pasó no sólo se hubiera ido la gente de vacaciones sino también aquella agitación algo alocada que siempre reina en el ambiente.
Creo que en cierta medida la ciudad era una fiesta
Aquel verano fue el de las lonas que cubrían las entradas de la prolongación del Subte A (que estaba por inaugurarse), el de la actuación de Daniel Barenboim en la 9 de Julio y el del regreso del Piojo López al Racing Club de Avellaneda
Muchas veces suelo recordarlo
Estaba sobre el tapete en ese entonces la combativa Asamblea de Gualeguaychú y también Botnia, la empresa instalada en las costas uruguayas. Muchos hablaban de Cristina, la elegante mujer del presidente Kirchner, y se preguntaban si llegaría a ser candidata a la primera magistratura.
Aquel fue también el verano del cometa McNaugh, que brillaba a nueve grados sobre el horizonte del cielo.
El tiempo de la inmobiliaria, de las largas semanas sin llover y de las plantas en la terraza de la casa de mi hermana.
Recuerdo mucho aquel verano, en especial porque entre mi rutina y un ciber bar, la vida me dio la chance de conocer a Ana María.
Estaba escribiendo bastante en aquel tiempo y luchaba por terminar la tercera novela de mi vida. Había mucha gente en los cines y en los bares y Joan Manuel Serrat se presentaba en el Gran Rex.
Fue el verano de Babel, de la cuarta versión de Gran Hermano, del MP3 y de las cámaras de fotos digitales.
Todos llevaban encima los teléfonos celulares.
En algunos barrios de la ciudad se levantaban torres interminables y el dólar y el riesgo país tornaban hacia abajo.
Los puentes estaban cortados en la Mesopotamia y en Tucumán algunos pueblos estaban inundados.
Y además (como lo habrán imaginado) las calles y las rutas estaban a veces cortadas por manifestaciones y por piquetes.
Muchas veces suelo recordar aquel verano del 2007.

Néstor Ravazza ©2007

Entonces

Entonces no había Internet. Ni siquiera computadoras. Es decir, las pocas computadoras que había tan solo aparecían en las pantallas del cine o de la televisión, en alguna película de espías o de ciencia ficción. Eran generalmente enormes y ocupaban toda una habitación. Y estaban alimentadas a cinta magnética, como un grabador. Las cintas giraban velozmente y cada tanto se detenían en un giro misterioso que nadie comprendía muy bien.
Años después llegaron las Commodore 64 (y también las 128) que cargaban la información lentamente conectadas a un grabador con casette.
La Televisión era en blanco y negro y se la veía mediante las antenas que se colocaban en la terraza o en el balcón. Había cuatro canales en el aire: 7, 9, 11 y 13. Aunque a mediados de la década del sesenta apareció también el canal 2.
Entonces no había celulares, ni cámaras digitales, ni locutorios, ni I-Pod.
Entonces no había Cds, ni Walkman, ni Discman, ni MP3, ni MP4, ni MP nada.
Escuchábamos los discos Long Play, y los 33 Simples en el tocadiscos Winco o en el Combinado principal. Aunque no muchos tenían Combinados. Los vecinos más pudientes de la cuadra a veces lo ostentaban en el costado del comedor.
Comprábamos los discos en las disquerías. Íbamos semanas enteras a esperar que llegara Revolver, Sargeant Pepper o Rubber Soul.
En algunas casa había teléfonos y en otras no.
Si estabas en la calle y deseabas llamar, entonces debías caminar varias cuadras hasta encontrar un Teléfono Público. En el bar o en el almacén donde se encontraba el aparato había un cartel metálico anaranjado en la vereda que indicaba que allí podías hablar. Muchas veces el aparato estaba descompuesto o roto. Entonces (para hablar con ella o con tus amigos) debías caminar algunas cuantas cuadras más. Una sola moneda duraba ilimitadamente. No había límite de tiempo para nadie. Y si encontrabas hablando a un tipo antes que vos, entonces te tocaba rogar que terminara pronto y no se extendiera demasiado. Aunque eso sí, si llamabas a una empresa, siempre te atendía una persona. Jamás te atendía un contestador.
Cuando el teléfono sonaba se escuchaba un ring. Y cuando discabas giraba el disco. Y para llamar a un amigo recurrías a la agenda o a la memoria porque nadie tenía (ni existía) celular pero a veces nos quedábamos largo rato hablando con alguien especial.
Entonces yo fumaba dos atados de Marlboro por día y al levantarme a la mañana nunca tenía tos.
Todos mis seres queridos vivían en ese tiempo y juro que no sabía lo que era el dolor.
Los cines importantes estaban en el centro. El Gran Rex, el Ocean, el Atlas, el Broadway y el Ambassador. Los estrenos importantes se daban allí. En salas de 2000 o 3000 butacas que te esperaban un sábado a la noche, bien vestido, y ansioso de experimentar un sentimiento incomparable. Lavalle era la calle de los cines y Corrientes la que nunca dormía. No existían los Multicines ni los Cineplex. Al salir del cine ibas siempre a un buen restaurant. Aunque también había cines más pequeños. El Arte, el Lorraine y el Losuar. Y entonces optabas por una comida en Pippo o por debatir la película con intelectuales en el Café La Paz. O también concurrir al teatro de Revistas y reírte un rato en las butacas o pasar por el Café Concert o ver boxeo en el Luna Park.
Entonces era muy raro que te roben en la calle y había muchos lugares para estacionar. Yo tenía un Fiat 600 pintado de negro y lleno de accesorios que siempre llevaba con el capot trasero levantado por si llegaba a recalentar. El Ford Falcon, el Torino o la Chevy a veces ostentaban (cosa de ricos) aire acondicionado o estéreos a magazine. Los autos no tenían inyección electrónica y cuando no andaban bien lo llevabas a un carburista para que le hiciera una afinación.
Íbamos al fútbol con la radio portátil y sin otra inquietud que perder o ganar. Todos los partidos se jugaban el domingo y a la misma hora. Subíamos a un camión que por 20 centavos nos llevaba de Pompeya a la cancha del globo para ver Racing-Huracán. Y al terminar el partido los hinchas de los dos cuadros salían juntos, comentando las jugadas que acababan de observar. Por entonces la casaca de tu equipo no llevaba publicidad y el sándwich de chorizo no se llamaba choripán.
Los sábados al mediodía, en los bares del barrio los hombres tomaban vermut y jugaban al billar. Los sábados a la tarde las señoras compartían un té con masitas en las mejores confiterías del lugar. Y los sábados a la noche de verano tan solo pizza y cerveza y nada más.
Nadie te llevaba la pizza a domicilio. Las pizzerías eran pizzerías y no existían los “Pizza-Café”.
Ir al Tigre era casi una aventura e ir a la playita de Quilmes también. Íbamos en camiones o en camionetas, llevábamos la sombrilla, la comida y la pelota y nos pasábamos el día entero en un recreo con mesas y sillas fijas de madera a la sombra y al reparo de los álamos. El río no estaba contaminado y a veces, cuando había bajante, nos internábamos cien o doscientos metros para mojarnos un poco los pies. Ir a la pileta, era ir a La Salada. Casi siempre viajábamos en tren. Nos embarrábamos en la laguna flotando con neumáticos inflados. Nos bañábamos debajo de la fuente helada y regresábamos escuchando la música de Palito Ortega y el Club del Clan.
Mar del Plata, la verdad, creo que estaba como ahora.
Aunque la noche vibraba en la avenida Constitución.
Íbamos a bailar, de camisa floreada y pantalones oxford a Jet, a Enterprise, a Matokos, o a Banana. A Banana debías entrar usando un tobogán y en la puerta de Enterprise te atendía un robot que convidaba cigarrillos. Gesell era un pueblo chiquito con las calles de arena y si alquilabas un lugar para la carpa en El Pinar a veces te cruzabas con don Carlos Gesell y lo saludabas con afecto y alegría.
La familia estaba casi siempre reunida y en lugar de ir al Bingo se jugaba a la lotería con los vecinos del barrio. Los chicos no tenían Play Station y se dedicaban al fútbol en el baldío, a rasparse las rodillas en la vereda y a pegar el álbum de las figuritas.
No había quien escribiera grafittis en las paredes de las casas y las plazas no estaban cerradas por ningún cerco.
La ciudad estaba llena de almacenes atendidos por gallegos y algunas fiambrerías atendidas por los tanos. Los gallegos te fiaban con una libreta negra que todos los días llevabas a tu casa y los tanos a veces traían un queso argentino sardo que ni en sueños encontrabas en Italia. Queso que rallábamos el domingo al mediodía porque no se compraba (ni existía) el queso rallado.
Salvo alguna que otra excepción en la ciudad no habían supermercados y a los chinos tan solo los mirábamos en las películas de karate o de Bruce Lee. Y creo (aunque no estoy seguro) que nadie había visto nunca un boliviano.
En fin, todo es un recuerdo de imágenes de antes, de cosas que sucedieron en el ayer.
Y que, por supuesto, ya nunca mas van a volver.


Néstor

El Lugar de la Ciudad

Horacio Rega Molina dijo en su momento que la ciudad no es otra cosa que la historia sentimental de los lugares que uno habita. Eso nos lleva a afirmar, en consecuencia, que nuestra impresión de la ciudad no es otra cosa que la propia ciudad que día a día se despliega ante nuestros ojos asombrados. La muchacha que amamos, la muchacha que esperamos para una primera cita ( como la que esperaba Manzi recostado en la vidriera), la chica que nos dio su amor, –o al menos el primer beso– y la mujer de nuestra vida en este caso no serían otra cosa que la propia ciudad y su propio paisaje.
No estoy demasiado seguro que semejante afirmación llegue a ser verdadera.
Cuando era joven, sin embargo, la experimenté en una cierta medida y como suele suceder en la juventud, sin llegar a darme cuenta del todo de lo que en realidad me estaba pasando.
Dos de mis amigos de ese entonces, dos de mis amigos mas cercanos de la típica barra de barrio suburbano se alejaron de Valentín Alsina. Uno fue llamado al Servicio Militar y otro se mudó junto a la familia a la zona norte.
Días después sentí de una manera incuestionable que mi barrio había cambiado para siempre.
Lo hice mientras caminaba como un lobo solitario por la zona cercana al Riachuelo. Estaban las curtiembres ocres y marrones de la contaminación y del desastre. Estaban las fábricas metalúrgicas y su ruidosa actividad interminable. Estaba el empedrado. Estaba el club y estaba el bar con sus billares.
Para mí, no obstante, todo era diferente.
En tal sentido, la afirmación de Rega Molina podría llegar a ser de alguna manera válida y cierta como tantas otras cosas en este extraño mundo.
Lo que yo quiero decir, sin embargo, está mas allá de todo eso.
Lo que yo quiero decir –acaso de una manera interminable– es alguna vez tuvo lugar en esta tierra la invención del mito.
Alguna vez después que Garay señalara el lugar y el tronco fundacional con la cruz y con la espada debió de suceder algo especial. Algún edificio, tal vez, alguna calle que surgiera del misterio de la Cruz del Sur. Alguna vibración de Thoth. Algún arcano.
Algo muy particular y que jamás sucedió antes. Una especie de Big Bang inexplicable que dio lugar a que naciera la definitiva Buenos Aires.
Entonces sí, naturalmente, se fueron dando entre sus habitantes las eternas cuestiones de la amistad, del amor y de la muerte.
Por eso (y llevando las cosas al extremo) algunos podrían decir que Buenos Aires no solo se encuentra en los sentimientos de sus habitantes sino en las propias palabras que ahora se me dio por redactar.
Yo de momento, les confieso, descreo de todo lo que afirmo y lo que escribo.
Prefiero caminar por la ciudad alejado de estos pensamientos acaso innecesarios. Prefiero sentarme a beber algo en la vereda de un bar de La Boca y mirar desde lejos el eterno amanecer en el estuario.

Néstor Ravazza ©2007

Un Muerto en Mataderos

Ayer por la tarde, gravísimos incidentes bañaron de sangre y luto las calles del barrio porteño de Mataderos. Sucedieron al finalizar un partido de fútbol. Hordas desatadas de varones jóvenes se enfrentaron entre ellos a los golpes, utilizando palos, piedras, cuchillos y armas de fuego y también destrozaron bienes públicos y privados de la gente. Se incendiaron automóviles, se saquearon comercios y como complemento doloroso murió una persona con la cabeza destrozada.
Ahora bien, la pregunta es ¿Porqué pasan en nuestra sociedad cosas como éstas? ¿Porqué una parte importante de nuestra juventud emplea sus energías de ese modo?
Yo quisiera intentar la aproximación a una respuesta.
En primer término, debo decir que quienes promueven los incidentes son una minoría, es verdad, pero de ningún modo una “pequeña” minoría como suelen afirmar algunos analistas confundidos.
Son cientos de miles de jóvenes de nuestra sociedad que, en mayor o en menor medida, actúan de ese modo. Muchos se hallan en precarias villas pero otros lo hacen en casas de material, con todos los servicios sanitarios a su disposición y además van a estudiar, comen bien y tienen ropa y abrigo.
Ahora bien, está claro que toda esa juventud vive en una sociedad carente de otros principios que no sean los materiales. Hace muchos años ya que conceptos de autoridad, de valores morales o de amistad desinteresada han dejado de formar parte de nuestra vida cotidiana. Vivimos en un país dónde la Ministra de Economía se “olvida” 140.000 dólares en el baño del Ministerio. Una sociedad dónde el ascenso social, el estudio y el título universitario ya no son vías para progresar en la vida.
Es como un movimiento de pinzas que se cierne sobre nuestros jóvenes.
Caminan por las veredas y miran en las revistas de los kioscos las mujeres mas hermosas y soñadas a las que muy probablemente jamás accederán. Observan en la TV (para ellos el cine es muy caro) paisajes de lugares que jamás visitarán. Y miran circular por las calles lujosos automóviles que jamás compraran.
Esto siempre ha sido así. Y no estoy propugnando para solucionarlo ningún colectivismo retrógrado. Sólo que antes, en nuestra sociedad regían muchos valores, los jóvenes tenían ejemplos dónde mirarse y había esperanza y contención para todos ellos.
Hoy vagan por las calles sin saber otra cosa que hacer que enfrentarse a los golpes contra otros similares. A muchos les cuesta demasiado tener una novia o un trabajo estable. Beben cerveza o fuman porros tirados en las veredas o en las plazas y los parques.
Y por sobre todo carecen de contención.
Desconocen el reto severo del abuelo o del padre. Cortan calles y ocupan colegios sin recibir sanción. No los amonestan en el secundario ni los llevan presos en el estadio. La disciplina para ellos es un concepto muy vago. Y ya hace muchos años que han dejado de hacer el Servicio Militar.
Están en el fondo desamparados, llenos de energía, con la sangre bullendo dentro de ellos y deseosos de hacer cosas. Y mucha de esa energía la utilizan en la violencia que todos lamentamos.
Ya es hora que nos ocupemos de ellos, que les pongamos límites y los contengamos.
Y si no le hacemos, con seguridad que nos seguiremos lamentando.

Transgresiòn

Un par de años atrás estaba caminando de manera circunstancial por el barrio de Chacarita cuando me tocó asistir inesperadamente al entierro del músico Pappo. El rockero había muerto en un accidente en la ruta el día anterior y una multitud de admiradores lo acompañaba ese día hasta su descanso final. Entraron por la puerta de la calle Jorge Newbery, andando en vehículos y en motos de gran cilindrada, bebiendo cerveza y gritando al modo futbolístico “¡Y Pappo no se va! ¡Y Pappo no se va!”.
Debo confesar que sentí un cierto sentimiento contradictorio en ese instante.
Me parecía que era válido que aquel singular cortejo expresara de esa manera su dolor. Después de todo no hacían otra cosa que repetir en el cementerio la conducta social que siempre llevaron adelante en sus propias vidas.
Aunque también pensé, de una manera acaso instintiva, que en nuestra querida tierra ya ni siquiera era válida la paz de los sepulcros y que Argentina se estaba volviendo el país mas transgresor del mundo.
Dos años después puedo decir que esto último era válido y cierto.
Hordas desatadas de jóvenes impunes y violentos ya no sólo buscan enfrentarse entre ellos en los estadios sino que destruyen e incendian vehículos policiales.
Grupos minoritarios de gremialistas y trabajadores ( a veces 50 o 100 personas) cortan el tránsito en la Panamericana o en la misma Avda. del Libertador reivindicando supuestos derechos sectoriales que la mayoría de la gente desconoce.
Docentes provinciales que llevan adelante huelgas salvajes, dejando a nuestros hijos sin clases por 60 días. Gremialistas que paran sin aviso el Subte de la Ciudad de Buenos Aires impidiendo a millones de personas el regreso a sus hogares. Delegados que permiten el acceso de pasajeros a los andenes sin abonar el viaje. Estudiantes que “toman” Rectorados de la Universidad de Buenos Aires. Alumnos que “ocupan” Colegios Secundarios. Y hasta el grupo Quebracho (unas 30 personas) con el rostro tapado y palos en las manos que intenta “tomar” el Cabildo durante los festejos del 25 de Mayo.
La lista, aunque significativa, podría ser ciertamente mucho mas extensa.
Lo que está claro es que en las últimas dos décadas y en el tránsito del autoritarismo hacia la democracia, ha habido minorías anárquicas y sumamente agresivas y ruidosas que se han impuesto mediante la violencia y el hecho consumado al resto de la sociedad.
He comprobado también que muchos de estos grupos prepotentes padecen de una severa confusión conceptual y a veces no saben bien ni lo que ellos mismos quieren.
Esto, por supuesto, no es gratis para nadie.
En el camino queda la Ley, a cuyas expensas se lleva adelante el atropello dela Democracia y de la Constitución Nacional. Y la inacción cómplice y conciente del Gobierno Nacional que algún día, ciertamente, va a tener que rendir cuenta de todo esto.