sábado, 23 de febrero de 2008

Los Recuerdos

El otro día me ocurrieron dos cosas. Por la mañana, navegando por Internet, me enteré que mi nombre (Néstor) quiere decir en griego algo así como “el que recuerda” o “el que es recordado”. La otra cosa que sucedió fue un violento accidente de tránsito del que me salvé raspando de irme al otro mundo. Los dos hechos me dieron mucho que pensar.

Soy , en general, un hombre bastante nostálgico. Aunque no sólo de ahora, que soy grande y que ya pasé los cincuenta años. Era nostálgico a los veinte cuando escuchaba aquel tema de Simon & Garfunkel que decía:

“Tenía 21 años cuando escribí está canción

tengo 22 ahora pero no me importa ya

el tiempo pasa y se va

y las hojas que hoy son verdes

algún día caerán...”

y en tal sentido los recuerdos han sido siempre muy importantes para mí. Acaso por el nombre que me pusieron mis padres, o acaso por el daimon, el genio o el ángel que me acompaña y me protege desde que nací. (Y que seguramente me preservó del choque de automóviles porque todavía tiene planes para mí).

Sin embargo hoy estoy solo.

Desde hace algunos años ya.

Solo como he venido al mundo y como me iré de él cuando mi ángel ya no me proteja de la muerte.

¿Qué será entonces de todos mis recuerdos?

Eso algo que no dejo de preguntarme por las noches, cuando a veces me pongo a pensar en estas cosas que en apariencia no tienen ninguna contestación.

Pensé en algún momento en hacer una especie de testamento y de inventariar mis bienes materiales, y entonces me di cuenta de lo poco que son todos ellos.

Un pequeño departamento, una PC, una cámara digital, algunos electrodomésticos, un placard con ropa y miles de temas musicales, casettes, Cds y MP3 de una discoteca que no termino nunca de inventariar con el programa Excel.

Pero también me di cuenta que tengo mis sueños escritos en varios cuadernos, los cuentos y las novelas que terminé de escribir, las fotos de mi hija cuando era niña y todo el amor que sentía y siento por ella. La loca juventud, mis hermanos, las mujeres que amé, los encuentros, los cumpleaños, las vacaciones y los zapatos que gasté caminando detrás de quien sabe que quimera.

Los recuerdos (¡Otra vez los recuerdos!) en definitiva.

Y eso sí lo puedo inventariar porque no deseo que se los lleven ni el tiempo ni el olvido.

He viajado bastante por el mundo aunque todavía no conocí ni París ni Las Vegas. He amado con locura y también me han amado (acaso no con locura) pero si con ternura y respeto.

He cantado en la ducha, me hice la rata en el colegio, he viajado en barco, en avión y en tren. Aprendí a escribir con una buena prosa, a tocar un poco la guitarra, a conducir automóviles y a andar en bicicleta. Conocí una muchacha en Villa Gesell y conocí una mujer en Buenos Aires. Tuve una barra de amigos y he pasado la noche en vela por uno de ellos.

He sentido celos, rencor y odio.

He faltado al trabajo. He perdido el tiempo con felicidad. He perdido el tiempo con tristeza. Me emborraché varias veces. Me bañé a medianoche en el mar. Hice el amor al aire libre. Hice el amor con una mujer que recién conocía. Hice el amor en una carpa, en un zaguán y en la mesada de una cocina. He aprendido a cocinar.

Me defraudaron y me hirieron muchas veces.

He viajado parado en el escalón del colectivo. He creído en Dios y en un mundo mejor. He estado un día entero sin hacer nada. He perdido las esperanzas. He disfrutado de un buen asado.

Comí en Serafín la mejor pizza de jamón y morrones de la historia un día jueves 18 de junio de 1998.

Escribí la letra de unas doscientas canciones. Fumé marihuana y hachís. Aspiré cocaína. Bebí vino barato y tomé un whisky escocés de 12 años.

He caído por sorpresa en casa de un amigo, he tenido un perro, he salido de fiesta más de una vez. He pensado en suicidarme. He decepcionado a mucha gente aunque he llegado más lejos de lo que nunca imaginé. He sido capaz de superarme, he cumplido una meta. He creído en Los Reyes Magos.

Me pelé las rodillas en las veredas del barrio. Vi jugar a Racing la final de la Copa del Mundo. Hice la dieta de los puntos y la de la luna. Me reí como un loco con Mel Brooks y con Abbott & Costello. Lloré de emoción con Cinema Paradiso. Me volví tanguero y aprendí a bailarlo. Vi un accidente de avión. Vi caer una avioneta en la playa.

He visto a lo lejos el paso del cometa Mc Naught y del cometa Halley.

Le he contado cuentos a mi hija antes de dormir.

Me he brindado por entero desde el comienzo de una relación. He robado un beso. He dormido parado. He visto nevar en Buenos Aires. Hice castillos de arena de la playa. He leído a Borges y a Kerouac. Le compré un disco a Carlos Barocela en la avenida 3 de Villa Gesell. He amado a mi país y a mi ciudad como si fuera un loco. Puse mi automóvil a 204 kilómetros por hora. Crucé el Ecuador. Crucé el Río de la Plata. Me saqué una foto en Key West.

¡Y en definitiva fui muy feliz!

No sólo por las cosas que he enumerado hasta ahora, sino por todas las cosas que no me acuerdo o por aquellas que aún estando en mi recuerdo he dejado de ponerlas por escrito en estas líneas peregrinas que están comenzando a terminarse.

Una ley de acero para los seres humanos es aquella que dice que nadie sabe el tiempo que le queda por vivir. No obstante confío en que mi ángel me proteja por mucho tiempo más y confío en disponer de muchos años de vida por delante para continuar con la obstinada costumbre de amar y de siempre querer.

Como escribí en uno de mis primeros poemas y como aquel muchacho de barrio de Valentín Alsina, que una tarde de lluvia y de neblina, fue tras de una estrella y empezó a correr.

jueves, 10 de enero de 2008

Cesare Pavese

Hace un cierto tiempo me visitó Cesare Pavese.

Era una hora bastante extraña, cerca de las dos de la mañana.

Yo estaba sentado en el patio de mi casa y bebiendo el sorbo de un whisky con hielo cuando escuché el timbre en la punta del pasillo.

El escritor piamontés se anunció con una voz ajada detrás de la puerta y entonces yo le franqueé la entrada. La verdad es que a mí me costaba entender lo que pasaba.

Pavese llegó, como siempre, vestido con uno de sus impermeables grises y con los anteojos puestos y tenía también el pelo algo alborotado.

A mí me sorprendió mucho verlo.

No siempre a uno lo visita Cesare Pavese.

Se sentó junto a mí en uno de los sillones de junco y aceptó enseguida beber conmigo.

-No pensaba. – dijo – que en Buenos Aires hacía tanto frío en invierno. La imaginaba como una ciudad mas benévola. Pero se ve que mi fuerte no es la geografía.

-Este es un país contradictorio hasta en el clima –contesté– . Tal vez debió conocerlo antes, como millones de sus compatriotas lo hicieron. Y no sé si usted sabe, Pavese, que Argentina es como una hija de Italia.

-Linda madre han elegido...- dijo llevándose el vaso a la boca.

Y después empezó a sonreírse por su propia ironía.

Yo lo traté de usted, tal como correspondía, pero llamarlo por el apellido tal vez me pareció un cierto exceso.

-No sé si conoce – me dijo– que siempre he considerado que el ser humano es, de cualquier modo, un exiliado en la tierra. Así que, cuando alguien emigra, simplemente se traslada de un lugar a otro y nada más. Todos somos exiliados, no importa en qué lugar del mundo. Abandonar el entorno físico y cultural supone un desgarramiento, eso es verdad, pero sólo a nivel de las cosas del mundo. Desde un punto de vista existencial somos todos exiliados en la tierra.

Aquella frase me dejó pensativo y estuve un rato sin contestarle.

-Me gusta mucho su libro El Oficio de Vivir –dije– . Hasta he llegado a hacerle algunas relecturas. Pienso que su visión de la vida en general es parecida a la mía. Bastante escéptica, acaso, y condescendiente con el comportamiento de la gente. Ahora existe la Internet –agregué– y circula mucho su poema más famoso. Ese de “...vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Pero yo, sin embargo, sigo prefiriendo su prosa.

El italiano me escuchó con atención y se explayó luego acerca de algunos de sus temas preferidos. Habló de la infancia, de la muerte y del exilio. Hizo muchos comentarios de su niñez en Santo Stéfano Belbo y también habló de la traición de una mujer y del fascismo.

Y yo lo escuché con mucha interés porque en aquel tiempo en que recibí su visita deseaba ser escritor (y si era posible deseaba ser escritor famoso).

Ya casi de madrugada le ofrecí el penúltimo whisky y Pavese aceptó.

–Solamente el agua se deja de beber cuando se acaba la sed. –dijo.

Luego lo tomó de un solo trago y se levantó del sillón con la intención de marcharse.

Después lo acompañé hasta la puerta de entrada con una cierta ternura y le estreché las manos.

–Gracias por venirme a visitar –dije.

–Es una concesión. –contestó– que se nos da de tanto en tanto.

–¿Usted sabe que está muerto? ¿No es cierto Pavese?

–Por supuesto –dijo–. No se olvide que me he suicidado. Aunque ahora, sin embargo, quiero decirle algo antes de irme. Y quiero también que lo tome de una manera estricta: La muerte no es otra cosa que un mito.

Aquello me desconcertó.

–¿Un mito? –pregunté.

–Así es. –contestó.

–"Y un mito e sempre simbólico” –agregó luego casi en italiano.

Después se retiró y se fue caminando despacio por la vereda de la avenida Castañares.

Yo regresé a sentarme en el patio al amparo del rocío y a protegerme del frío.

Todo estaba en orden para mí.

La noche insistía en no morir y algunos pájaros extraños volaban, como siempre, en la dirección del río.