jueves, 10 de enero de 2008

Cesare Pavese

Hace un cierto tiempo me visitó Cesare Pavese.

Era una hora bastante extraña, cerca de las dos de la mañana.

Yo estaba sentado en el patio de mi casa y bebiendo el sorbo de un whisky con hielo cuando escuché el timbre en la punta del pasillo.

El escritor piamontés se anunció con una voz ajada detrás de la puerta y entonces yo le franqueé la entrada. La verdad es que a mí me costaba entender lo que pasaba.

Pavese llegó, como siempre, vestido con uno de sus impermeables grises y con los anteojos puestos y tenía también el pelo algo alborotado.

A mí me sorprendió mucho verlo.

No siempre a uno lo visita Cesare Pavese.

Se sentó junto a mí en uno de los sillones de junco y aceptó enseguida beber conmigo.

-No pensaba. – dijo – que en Buenos Aires hacía tanto frío en invierno. La imaginaba como una ciudad mas benévola. Pero se ve que mi fuerte no es la geografía.

-Este es un país contradictorio hasta en el clima –contesté– . Tal vez debió conocerlo antes, como millones de sus compatriotas lo hicieron. Y no sé si usted sabe, Pavese, que Argentina es como una hija de Italia.

-Linda madre han elegido...- dijo llevándose el vaso a la boca.

Y después empezó a sonreírse por su propia ironía.

Yo lo traté de usted, tal como correspondía, pero llamarlo por el apellido tal vez me pareció un cierto exceso.

-No sé si conoce – me dijo– que siempre he considerado que el ser humano es, de cualquier modo, un exiliado en la tierra. Así que, cuando alguien emigra, simplemente se traslada de un lugar a otro y nada más. Todos somos exiliados, no importa en qué lugar del mundo. Abandonar el entorno físico y cultural supone un desgarramiento, eso es verdad, pero sólo a nivel de las cosas del mundo. Desde un punto de vista existencial somos todos exiliados en la tierra.

Aquella frase me dejó pensativo y estuve un rato sin contestarle.

-Me gusta mucho su libro El Oficio de Vivir –dije– . Hasta he llegado a hacerle algunas relecturas. Pienso que su visión de la vida en general es parecida a la mía. Bastante escéptica, acaso, y condescendiente con el comportamiento de la gente. Ahora existe la Internet –agregué– y circula mucho su poema más famoso. Ese de “...vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Pero yo, sin embargo, sigo prefiriendo su prosa.

El italiano me escuchó con atención y se explayó luego acerca de algunos de sus temas preferidos. Habló de la infancia, de la muerte y del exilio. Hizo muchos comentarios de su niñez en Santo Stéfano Belbo y también habló de la traición de una mujer y del fascismo.

Y yo lo escuché con mucha interés porque en aquel tiempo en que recibí su visita deseaba ser escritor (y si era posible deseaba ser escritor famoso).

Ya casi de madrugada le ofrecí el penúltimo whisky y Pavese aceptó.

–Solamente el agua se deja de beber cuando se acaba la sed. –dijo.

Luego lo tomó de un solo trago y se levantó del sillón con la intención de marcharse.

Después lo acompañé hasta la puerta de entrada con una cierta ternura y le estreché las manos.

–Gracias por venirme a visitar –dije.

–Es una concesión. –contestó– que se nos da de tanto en tanto.

–¿Usted sabe que está muerto? ¿No es cierto Pavese?

–Por supuesto –dijo–. No se olvide que me he suicidado. Aunque ahora, sin embargo, quiero decirle algo antes de irme. Y quiero también que lo tome de una manera estricta: La muerte no es otra cosa que un mito.

Aquello me desconcertó.

–¿Un mito? –pregunté.

–Así es. –contestó.

–"Y un mito e sempre simbólico” –agregó luego casi en italiano.

Después se retiró y se fue caminando despacio por la vereda de la avenida Castañares.

Yo regresé a sentarme en el patio al amparo del rocío y a protegerme del frío.

Todo estaba en orden para mí.

La noche insistía en no morir y algunos pájaros extraños volaban, como siempre, en la dirección del río.