sábado, 15 de septiembre de 2007

Galtieri y Gardel

El día que el gobierno de Galtieri decidió invadir las Islas Malvinas yo estaba caminando por Primera Junta. El tipo habló con énfasis patriótico por radio y televisión y la gente saltó a las calles embargada por la euforia. A mí, por el contrario, lo único que me dio fue depresión. Entré enseguida a un bar muy sórdido que estaba ubicado en la misma vereda del Mercado del Progreso. Un vereda que siempre suelo confundir con Rivadavia o con la calle Rosario.
Allí pedí una ginebra en el mostrador.
Luego de un tiempo se colocó a mi lado un hombre bastante viejo que pidió lo mismo que yo.
Al rato comenzamos a charlar.
Estaba con la piel arrugada y con todo el pelo canoso y peinado hacia atrás. Vestía con un viejo sobretodo gris y mordía entre los dientes los restos de un toscano apagado.
Entonces me contó una historia que siempre suelo recordar.
–Nací con el siglo - dijo - en el 1900. En el mismo día en que murió Giuseppe Verdi se me dio por nacer a mí. Siempre fui un muchacho muy sociable. Me agradaba concurrir desde afuera a las fiestas de los ricos. Me gustaba merodear los lugares que frecuentaban los artistas. Por eso en el año 15 y siendo un jovencito estuve en la vereda del Palais de Glase esperando ver a Canaro o a Azucena Maizani aunque usted ni se imagina lo que luego pasó...
–Por supuesto que no me lo imagino –contesté–. Cuente que me interesa.
–Muchas veces vi llegar allí a Carlos Gardel. Llegaba casi oculto en el extremo detrás de la cabina de un carruaje. Aunque el jamás bajaba. Al contrario, se tiraba siempre hacia atrás para ser amparado por las sombras. La que bajaba era una joven rubia, de ascendencia italiana, llamada Giovanna Ritana. Recuerdo siempre su pelo brillante y luminoso y sus alhajas. Era hermosa de verdad.
–Mire que bien –dije–. Así que usted conoció a Gardel...
(Y lo dije mientras miraba la imagen de Galtieri en el televisor del bar).
–Si señor –replicó–. Aunque aquella noche, sin embargo, hubiera preferido no haber estado. Había dos hombres ocultos detrás de algunos álamos de la calle Ayacucho que dispararon a mansalva contra el carruaje y luego salieron huyendo amparados en la sombra del lugar. Giovanna salió corriendo hacia la puerta del local y algunas personas se acercaron al coche. Entonces vi que bajaban a Gardel sosteniéndolo de manera precaria por debajo de los brazos. Yo me acerqué guiado por el asombro y pude distinguir nítidamente una gran mancha de sangre en el finísimo saco gris del zorzal criollo. La gente que lo ayudó lo fue acostando de a poco en el suelo y algunos minutos mas tarde llegó un carro ambulancia tirado por dos percherones. Yo me subí luego a un soporte que se hallaba al costado del pescante y lo fui acompañando en aquel viaje que al final terminó en el hospital Ramos Mejía. Estuve allí hasta la madrugada, justo cuando una enfermera me indicó que Carlitos estaba fuera de peligro. Entonces me quedé tranquilo y me fui. .
–Así que usted fue testigo –dije– de un episodio que hoy es legendario.
(Y en esos momentos Galtieri terminaba de hablar)
–Tal vez –replicó–. Aunque hasta el día de hoy nadie me cree demasiado. Quiero decirle, no obstante, que luego los años pasaron y que aquella rubia joven italiana terminó al final regenteando el cabaret Chantecler, casada con Juan Garesio, un tratante de blancas que habría sido quien ordenó el ataque contra Gardel. Hasta el mismo Cadícamo la cita en la letra de su tango "Adiós Chantecler" cuando dice

"...se acercaba siempre Madama Ritana
cubierta de alhajas, bebiendo champagne..."

–¿Y con Gardel que pasó? –pregunté.
–Enseguida se recuperó –dijo– y vivió hasta el resto de sus días con la bala alojada en su pulmón.
Dicho lo cual terminó su ginebra y se alejó del bar.
Yo me quedé solo en la barra (casi desamparado) luego que Galtieri terminara de hablar. Y al final también me fui caminando por aquellas oscuras calles de Primera Junta sin siquiera dirigirle la mirada a nadie.

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