domingo, 1 de julio de 2007

Entonces

Entonces no había Internet. Ni siquiera computadoras. Es decir, las pocas computadoras que había tan solo aparecían en las pantallas del cine o de la televisión, en alguna película de espías o de ciencia ficción. Eran generalmente enormes y ocupaban toda una habitación. Y estaban alimentadas a cinta magnética, como un grabador. Las cintas giraban velozmente y cada tanto se detenían en un giro misterioso que nadie comprendía muy bien.
Años después llegaron las Commodore 64 (y también las 128) que cargaban la información lentamente conectadas a un grabador con casette.
La Televisión era en blanco y negro y se la veía mediante las antenas que se colocaban en la terraza o en el balcón. Había cuatro canales en el aire: 7, 9, 11 y 13. Aunque a mediados de la década del sesenta apareció también el canal 2.
Entonces no había celulares, ni cámaras digitales, ni locutorios, ni I-Pod.
Entonces no había Cds, ni Walkman, ni Discman, ni MP3, ni MP4, ni MP nada.
Escuchábamos los discos Long Play, y los 33 Simples en el tocadiscos Winco o en el Combinado principal. Aunque no muchos tenían Combinados. Los vecinos más pudientes de la cuadra a veces lo ostentaban en el costado del comedor.
Comprábamos los discos en las disquerías. Íbamos semanas enteras a esperar que llegara Revolver, Sargeant Pepper o Rubber Soul.
En algunas casa había teléfonos y en otras no.
Si estabas en la calle y deseabas llamar, entonces debías caminar varias cuadras hasta encontrar un Teléfono Público. En el bar o en el almacén donde se encontraba el aparato había un cartel metálico anaranjado en la vereda que indicaba que allí podías hablar. Muchas veces el aparato estaba descompuesto o roto. Entonces (para hablar con ella o con tus amigos) debías caminar algunas cuantas cuadras más. Una sola moneda duraba ilimitadamente. No había límite de tiempo para nadie. Y si encontrabas hablando a un tipo antes que vos, entonces te tocaba rogar que terminara pronto y no se extendiera demasiado. Aunque eso sí, si llamabas a una empresa, siempre te atendía una persona. Jamás te atendía un contestador.
Cuando el teléfono sonaba se escuchaba un ring. Y cuando discabas giraba el disco. Y para llamar a un amigo recurrías a la agenda o a la memoria porque nadie tenía (ni existía) celular pero a veces nos quedábamos largo rato hablando con alguien especial.
Entonces yo fumaba dos atados de Marlboro por día y al levantarme a la mañana nunca tenía tos.
Todos mis seres queridos vivían en ese tiempo y juro que no sabía lo que era el dolor.
Los cines importantes estaban en el centro. El Gran Rex, el Ocean, el Atlas, el Broadway y el Ambassador. Los estrenos importantes se daban allí. En salas de 2000 o 3000 butacas que te esperaban un sábado a la noche, bien vestido, y ansioso de experimentar un sentimiento incomparable. Lavalle era la calle de los cines y Corrientes la que nunca dormía. No existían los Multicines ni los Cineplex. Al salir del cine ibas siempre a un buen restaurant. Aunque también había cines más pequeños. El Arte, el Lorraine y el Losuar. Y entonces optabas por una comida en Pippo o por debatir la película con intelectuales en el Café La Paz. O también concurrir al teatro de Revistas y reírte un rato en las butacas o pasar por el Café Concert o ver boxeo en el Luna Park.
Entonces era muy raro que te roben en la calle y había muchos lugares para estacionar. Yo tenía un Fiat 600 pintado de negro y lleno de accesorios que siempre llevaba con el capot trasero levantado por si llegaba a recalentar. El Ford Falcon, el Torino o la Chevy a veces ostentaban (cosa de ricos) aire acondicionado o estéreos a magazine. Los autos no tenían inyección electrónica y cuando no andaban bien lo llevabas a un carburista para que le hiciera una afinación.
Íbamos al fútbol con la radio portátil y sin otra inquietud que perder o ganar. Todos los partidos se jugaban el domingo y a la misma hora. Subíamos a un camión que por 20 centavos nos llevaba de Pompeya a la cancha del globo para ver Racing-Huracán. Y al terminar el partido los hinchas de los dos cuadros salían juntos, comentando las jugadas que acababan de observar. Por entonces la casaca de tu equipo no llevaba publicidad y el sándwich de chorizo no se llamaba choripán.
Los sábados al mediodía, en los bares del barrio los hombres tomaban vermut y jugaban al billar. Los sábados a la tarde las señoras compartían un té con masitas en las mejores confiterías del lugar. Y los sábados a la noche de verano tan solo pizza y cerveza y nada más.
Nadie te llevaba la pizza a domicilio. Las pizzerías eran pizzerías y no existían los “Pizza-Café”.
Ir al Tigre era casi una aventura e ir a la playita de Quilmes también. Íbamos en camiones o en camionetas, llevábamos la sombrilla, la comida y la pelota y nos pasábamos el día entero en un recreo con mesas y sillas fijas de madera a la sombra y al reparo de los álamos. El río no estaba contaminado y a veces, cuando había bajante, nos internábamos cien o doscientos metros para mojarnos un poco los pies. Ir a la pileta, era ir a La Salada. Casi siempre viajábamos en tren. Nos embarrábamos en la laguna flotando con neumáticos inflados. Nos bañábamos debajo de la fuente helada y regresábamos escuchando la música de Palito Ortega y el Club del Clan.
Mar del Plata, la verdad, creo que estaba como ahora.
Aunque la noche vibraba en la avenida Constitución.
Íbamos a bailar, de camisa floreada y pantalones oxford a Jet, a Enterprise, a Matokos, o a Banana. A Banana debías entrar usando un tobogán y en la puerta de Enterprise te atendía un robot que convidaba cigarrillos. Gesell era un pueblo chiquito con las calles de arena y si alquilabas un lugar para la carpa en El Pinar a veces te cruzabas con don Carlos Gesell y lo saludabas con afecto y alegría.
La familia estaba casi siempre reunida y en lugar de ir al Bingo se jugaba a la lotería con los vecinos del barrio. Los chicos no tenían Play Station y se dedicaban al fútbol en el baldío, a rasparse las rodillas en la vereda y a pegar el álbum de las figuritas.
No había quien escribiera grafittis en las paredes de las casas y las plazas no estaban cerradas por ningún cerco.
La ciudad estaba llena de almacenes atendidos por gallegos y algunas fiambrerías atendidas por los tanos. Los gallegos te fiaban con una libreta negra que todos los días llevabas a tu casa y los tanos a veces traían un queso argentino sardo que ni en sueños encontrabas en Italia. Queso que rallábamos el domingo al mediodía porque no se compraba (ni existía) el queso rallado.
Salvo alguna que otra excepción en la ciudad no habían supermercados y a los chinos tan solo los mirábamos en las películas de karate o de Bruce Lee. Y creo (aunque no estoy seguro) que nadie había visto nunca un boliviano.
En fin, todo es un recuerdo de imágenes de antes, de cosas que sucedieron en el ayer.
Y que, por supuesto, ya nunca mas van a volver.


Néstor

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